Construcción en el Abismo

por | Jun 12, 2020

La tan anhelada  «vuelta a la normalidad» es ahora el centro de las conversaciones. ¿A cual normalidad?  se preguntan unos, la “nueva normalidad” prescriben los otros, pero ¿De qué “normalidad” hablan?  ¿Queremos volver a la normalidad o la normalidad era el problema? (W. Ospina) “Cuando la gente habla sobre cuándo las cosas volverán a la normalidad, debemos recordar que la normalidad era la crisis” (N. Klein).

Quienes queremos formular alguna opinión comenzamos a hurgar en la historia, la  literatura y las artes las referencias a la peste y sus consecuencias.  Tucídides señaló en la “Historia de la guerra del Peloponeso” (431 a. C.) que la plaga  que mató a casi una tercera parte de los ciudadanos de Atenas causó un caos en la vida ciudadana, mientras muchos morían, los supervivientes  asumiendo que no habría un mañana disfrutaban sus días como fueran los últimos, se “transgredía la moral” y se desafiaba el cumplimiento de la ley.

Como respuesta, aparece la figura del gobierno a través de estados de excepción y su consiguiente deriva autoritaria.  El miedo a la enfermedad y a una “mortalidad pestilente universalmente dañina” (como la llamaba Boccaccio en el Decamerón) brindan a los gobiernos de todos los signos políticos la oportunidad de mostrar una forma de proteger de la muerte a través de la imposición del estado de emergencia.  En La peste (1947) de Albert Camus y Ensayo sobre la ceguera (1995) de José Saramago,  podemos ver  que las épocas de pestilencia sacan lo peor de la humanidad. Florecen la indiferencia hacia los demás, el egoísmo, y un cierto acostumbramiento al estado de subordinación, a una especie de servidumbre voluntaria.

Visto en perspectiva latinoamericana,  este es el momento en que nos vemos obligados a cancelar proyectos planificados a largo plazo y comenzar a comprender que en los próximos meses y años debemos emprender cambios profundos en nuestras prioridades y estructuras. Algunos de nuestros colegas todavía están en la fase de  negación, otros desconcertados, pero el mundo pulsó el botón de pausa  y todavía estamos dando vueltas, pensando en lo que vendrá. En todo caso, pasarán meses, antes de que nos parezcan seguras las viejas formas de socializar -colectividad,  presencia y  convivencia-  que sabemos son fundamentales para la creación y distribución de la mayoría de los productos culturales. Esta presencialidad necesaria hizo que las instituciones, los eventos y los programas artísticos fueran los primeros en ser suspendidos y que, probablemente, serán los últimos en volver a trabajar por completo.

En un documento reciente, la UNESCO señaló que «la pandemia ha impactado toda la cadena de valor creativa (creación, producción, distribución y acceso) y ha debilitado considerablemente el estatus profesional, social y económico de los artistas y profesionales de la cultura». Las instituciones públicas y privadas, así como los empresarios , las pequeñas y medianas empresas y las ONGs culturales  están en estado crítico. Artistas, trabajadores independientes, trabajadores eventuales (intermitentes) son especialmente vulnerables, y tienen un acceso limitado o nulo a algo que se parezca a la protección social. Miramos con envidia las medidas tomadas en algunos países europeos, y desde esta, nuestra América, tratamos de mirar este contexto desde varias perspectivas.

Esos seres humanos denominados artistas

“-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos…” “Un artista del hambre” Franz Kafka.

El  impacto central de la pandemia de COVID-19 afectará fuertemente una parte insustituible de la vida cultural: los seres humanos. Además del riesgo de contraer o propagar la enfermedad, muchos profesionales de la cultura se verán afectados por el desempleo inmediato y la pérdida de ingresos en un sector que tendrá una recuperación lenta. Las consecuencias saltan a la vista: En primera instancia la migración hacia otros sectores productivos,  una especie de  «fuga de cerebros», los artistas, técnicos y profesionales especializados se verán obligados a abandonar el sector cultural y buscar formas de “ganarse el sustento” una especie de desalentador “no futuro” se hace presente,  ya comienzan a cerrarse  pymes y ONGs culturales. Como paradoja, muchos países latinoamericanos han adoptado la “economía naranja” como perspectiva de desarrollo, no solo del sector sino como factor generador de empleo y riqueza,  lo han adoptado como política pública, han promovido el empresarismo cultural como una alternativa importante para las economías de la región, no obstante, se observó en su momento la falta de una inyección de recursos nuevos en ese sector, y, en esta etapa crítica las alternativas de  una inyección económica que permita  soportar el mal momento, solo se plantea desde los recursos de créditos caros y que no corresponden a lo que debería ser una política de fomento que sí es considerada para otros sectores tradicionales.

A esto se suma el que los ministerios y entes regentes de la cultura ven mermados sus pírricos presupuestos, que no pesan en los presupuestos generales de ningún país más allá de fracciones de decimal muy por debajo del 1 % de la tradicional recomendación Unesco. Los que tratan de sobreaguar, aplicando la imaginación y la innovación a sus tareas,  lo hacen desde sus casas, asumiendo el trabajo digital con el consiguiente ejercicio cotidiano agotador de muchas más horas frente a la pantalla (es una queja generalizada en todo el mundo)  creando planes de emergencia o terminando proyectos en plazos reducidos y en condiciones que no son ideales. Los artistas, los gestores culturales, y los trabajadores de las artes y la cultura, ahora usan su tiempo en llenar formularios de aplicación a proyectos para obtener recursos pequeños (las instituciones públicas han atomizado sus recursos para tratar de abarcar e incluir un mayor número de beneficiarios), y a tratar de emitir a través de las pantallas su acervo digital, o a crear alguna “cosa nueva” que los comunique con su público, bien sea clases, cápsulas creativas, podcast, o cualquier cosa que signifique creación y movimiento de ideas, siempre a la espera de un hipotético regreso a esa manera de relacionarse con la representación que era la “normalidad “.

Los jóvenes comienzan a desertar de la formación en artes de universidades y academias, a lo que se suma que ya hay manifestaciones de preocupación por la falta de nuevos alumnos para los períodos académicos por comenzar, probablemente por las crisis económicas en sus familias, y la perspectiva de “nube negra” que se cierne sobre el ejercicio profesional de la cultura y las artes.

En este contexto, las voces de esta “generación sin esperanza” ( Eliane Brum) que piensan que no vale la pena ir a la escuela si no hay futuro, manifiestan que “Gritamos porque esperamos que sea de otra manera”, por que no podemos olvidarnos que antes de esta crisis universal, ya estábamos inmersos en una crisis ambiental ante la que la indiferencia era la norma y pregonaban “un futuro sin miedo”.

Incertidumbre vital, a la que tratan de responder desde la filosofía y la ciencia,  voces que plantean que sociedades enteras “deberían romper con el pasado e imaginar el mundo de nuevo” (Arundhati Roy).

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